sábado, 12 de diciembre de 2015

tatuar tu voz

Me voy a tatuar tu voz, le dijo Adela a Marcos, mientras lo miraba desnuda por el espejo que tiene en su habitación. Y después te voy a encerrar en una celda y te voy a dar para comer sólo empanadas de verdura, sabiendo que él, desprecia a la espinaca y a la acelga como si fueran verduras asesinas o cancerígenas. Adela se puso una remera que encontró en la silla en la que deposita la ropa limpia, la que es para ordenar en el placar, y se fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Marcos todavía en la cama, le daba la última pitada al cigarrillo Camel húmedo y medio aplastado que necesitó fumar después de tener sexo con Adela.
Desde la calle llegaba vagamente la melodía de un reggeton que escuchaba alguien en un auto. Marcos y Adela se asomaron por la ventana del comedor, ahí se volvieron a encontrar, él caminó desde la cama hasta ahí y ella con un vaso de agua fría lo alcanzó y le convidó de la bebida fresca. El agarró el vaso con una mano y con la otra la agarró de la cintura y la llevó hacia él, le dio un beso en la sien, y le susurró que le abriera la puerta, que se tenía que ir. Ella lo miró y le dijo: vestite.
El fue recogiendo por el piso del departamento su muda de ropa, con la delicadeza de quien cosecha cerezas para luego comerlas al costado de un laguito. 
Adela lo esperaba con su remera grande, ojotas y un short con las llaves en la mano.
Mientras bajaban en el ascensor, esa cápsula del tiempo que convierte a los seres humanos en sinceros, él le reclamó el tatuaje, y le dijo que no vaya a la peluquería, que así estaba linda. Ella le dijo que no hacia falta hacerse el tatuaje, que no era literal, que era una metáfora, y que ella lo llevaba navegando en sus arterias, junto con la sangre oxigenada.
Él sonrió, casi nunca sonreía, y menos en el ascensor. Adela le abrió la puerta y se despidieron con un beso que apenas rozó el labio inferior de Marcos con el labio superior y Adela, y algo en el medio que se perdía, como se estaban perdiendo ellos.
Él se fue caminando bajo el sol de un enero furioso y ella subió otra vez a su departamento como una loca del borda, que se pierde entre pensamientos sin sentido.

HIPÓLITO

Tengo el pelo lacio, 30 años, mucho calor y una cortina que me molesta y no soy capaz siquiera de atarla o de correrme de lugar. 
Tengo el vacío que sienten los ateos cuando entran a una iglesia, y la sensación extraña de ver a alguien depositar su esperanza en una figura fría y fea con rosarios colgando y flores secas alrededor.
Tengo 15 días de vacaciones delante de mi, tan vacíos como esas iglesias, y no sé como llenarlos. En el trabajo me pagaron el aguinaldo y me lo devore yendo al cine y a cenar después, comprándome un vino y flores de marihuana que fumé casi sin darme cuenta.
Estoy desarmada. Mi casa vacía reclama por lo menos una mascota, un gato que arañe las paredes para afilarse las uñas o un perro que ladre y que estropee el piso de parqué goteando agua de su hocico después de hidratarse. Pero yo, hace un mes, me traje de la casa de mi hermana la tortuga, ella ya no la podía cuidar y además, estaba cansada de tenerla. Se llama Hipólito, yo le puse ese nombre cuando mi hermana la adoptó, era tan chiquita que cuando la soltábamos en el patio le atábamos un hilo rojo del caparazón para no perderla de vista y encontrarla más fácil. Todo era más fácil cuando Hipólito llegó. 
Ahora camina por mi departamento y se esconde abajo de la mesada en la cocina, yo le dejo pedazos de durazno, y desde que la traje encuentro pedazos de esta y otras frutas por toda mi casa, como si jugara al tesoro escondido con la tortuga.
Me levanto del sillón, y voy a la cocina, abro la heladera y contemplo dos flancitos light, una jarra de agua, tres huevos blancos, un paquete de salchichas por la mitad y medio pepino. Pienso que no hay duraznos para Hipólito, tendrá que comer pepino o no cenar hoy.
Tomo diez tragos de agua sin respirar directamente desde la jarra, como una cascada el agua de la canilla fría entra por mi garganta dándome un poco de ganas, ahora siento que los quince días venideros pueden estar buenos, o por lo menos, mejores a los últimos quince que viví.
Mientras me ducho escuchó música, como una adolescente canto en la bañera y me creo una estrella de pop. Salgo de la ducha con mi cuerpo húmedo y camino desnuda por el departamento mientras fumo un cigarrillo y me seco, parte del agua entra por mis poros hidratandome y otra parte se evapora. 
Estoy mejor. 
Con el cuerpo ya seco me dispongo a salir a la calle, voy a ir a visitar a Fredi. Me pongo el vestido más fresco que tengo, es uno blanco de una tela muy fina, con algunas flores lilas que me compré en una playa en Brasil hace cuatro años. 
En la calle el asfalto arde casi tanto como mi cerebro.
Llego a la casa de Fredi, me abre la puerta de su ph en Balvanera con la cara de dormido que delata una noche anterior devastadora. Atravesamos el pasillo largo en silencio,
entramos a su comedor, me pongo de espaldas al ventilador para que me seque la gota de transpiración que corre por mi columna vertebral. Me encanta su comedor, es fresco y tiene muchas plantas. Desde que se murió su papá, su madre se dedica a armarle a Fredi una especie de jardín botánico, dos veces por semana va riega las plantas, les lleva abono, les saca las hojas secas, les pone veneno para hormigas y todo lo que sea necesario para que las plantas tengan más vida que nadie. Las cuida casi tanto como cuidó a su marido durante los últimos meses de vida.
Fredi me prepara algo fresco para tomar, exprime limones con fuerza, me mira y sonríe, me dice que estoy cada día mas flaca. Abre el freezer, agarra la jarra, se sienta conmigo en la mesa, y mientras saca los cubitos de la cubetera y me sirve limonada me cuenta su noche de anoche, él me hace reír tan fuerte, que pienso que lo amo y que podríamos ser unos novios felices si no fuese porque yo, ya deje mi corazón en otro ph.

lunes, 7 de diciembre de 2015

LOS ULTIMOS EN LA CIUDAD



En Zapiola y Federico Lacroze quedan los últimos rolingas de la ciudad
Es domingo y los pibes esperan a las pibas
Ellas llegan en shortcitos de jean
Rotos
Sucios
Flequillos y ojos delineados negros, bien fuerte
Es domingo y los rolingas comen asado en la vereda
Los pibes prenden fuego y echan la carne
Las pibas prenden un porro y da la vuelta
La birra esta fría
En Zapiola los rolingas pintaron en un portón
En su portón
Una lengua gigante de los stones
Los rolingas de acá escuchan la 25
Y toman la vereda un domingo de diciembre
Bajo los árboles
Comen asado, toman birra y juegan a las cartas
Se arman una mesa que es una tabla arriba de unas cosas, que no llego a distinguir que son
Hay una sola reposera
Ellas se turnan para usarla
Ellos, todos se sientan en tachos de pintura
Y yo que pase y los vi
Llegue a Lacroze, me senté en la parada de un bondi
Y en un mensaje de whatsapp a mi amiga Silvina
Le escribí este poema a los últimos roligas de la ciudad.

Como el avión entrando en las torres gemelas


Como la punta de un alfiler entrando en un globo 
Como el avión entrando en las torres gemelas 
Como un volcán en erupción
 Algo te atravesó 
Y te derrumbaste 
Te derramaste 
Te deformaste
 Deje de verte entero 
Pase a verte difuso 
Desparramado por el mundo 
Iba caminando por la calle 
Y encontraba una parte tuya
Un brazo 
Una mano 
Un pie 
Me subía a un auto y encontraba algo tuyo 
Siempre destruido 
Nada había quedado a salvo 
Me acercaba a la orilla del lago 
y veía tu torso con un agujero 
y parte de tu piel colgaba del agujero 
Se te había salido el corazón 
Escalaba la montaña y ahí estaba 
Tu corazón 
Congelado 
Con escarcha 
Con nieve 
Indeciso 
Tu corazón tenía casi tantas dudas como yo 
Intente juntar todas las partes que encontré y devolvértelas 
Pero no fue fácil encontrarte
Estabas tan perdido 
Se te había metido un gusano negro en el cerebro 
No podías pensar 
Deje de hacerme cargo 
y me fui 
Ojalá te hayas encontrado con cada parte tuya 
Ojalá te hayas amigado 
Ojalá tengas buenos amigos 
Yo por mi parte descubrí 
Quien soy 
Además de ser tu hija 
Yo 
Soy yo