sábado, 12 de diciembre de 2015

HIPÓLITO

Tengo el pelo lacio, 30 años, mucho calor y una cortina que me molesta y no soy capaz siquiera de atarla o de correrme de lugar. 
Tengo el vacío que sienten los ateos cuando entran a una iglesia, y la sensación extraña de ver a alguien depositar su esperanza en una figura fría y fea con rosarios colgando y flores secas alrededor.
Tengo 15 días de vacaciones delante de mi, tan vacíos como esas iglesias, y no sé como llenarlos. En el trabajo me pagaron el aguinaldo y me lo devore yendo al cine y a cenar después, comprándome un vino y flores de marihuana que fumé casi sin darme cuenta.
Estoy desarmada. Mi casa vacía reclama por lo menos una mascota, un gato que arañe las paredes para afilarse las uñas o un perro que ladre y que estropee el piso de parqué goteando agua de su hocico después de hidratarse. Pero yo, hace un mes, me traje de la casa de mi hermana la tortuga, ella ya no la podía cuidar y además, estaba cansada de tenerla. Se llama Hipólito, yo le puse ese nombre cuando mi hermana la adoptó, era tan chiquita que cuando la soltábamos en el patio le atábamos un hilo rojo del caparazón para no perderla de vista y encontrarla más fácil. Todo era más fácil cuando Hipólito llegó. 
Ahora camina por mi departamento y se esconde abajo de la mesada en la cocina, yo le dejo pedazos de durazno, y desde que la traje encuentro pedazos de esta y otras frutas por toda mi casa, como si jugara al tesoro escondido con la tortuga.
Me levanto del sillón, y voy a la cocina, abro la heladera y contemplo dos flancitos light, una jarra de agua, tres huevos blancos, un paquete de salchichas por la mitad y medio pepino. Pienso que no hay duraznos para Hipólito, tendrá que comer pepino o no cenar hoy.
Tomo diez tragos de agua sin respirar directamente desde la jarra, como una cascada el agua de la canilla fría entra por mi garganta dándome un poco de ganas, ahora siento que los quince días venideros pueden estar buenos, o por lo menos, mejores a los últimos quince que viví.
Mientras me ducho escuchó música, como una adolescente canto en la bañera y me creo una estrella de pop. Salgo de la ducha con mi cuerpo húmedo y camino desnuda por el departamento mientras fumo un cigarrillo y me seco, parte del agua entra por mis poros hidratandome y otra parte se evapora. 
Estoy mejor. 
Con el cuerpo ya seco me dispongo a salir a la calle, voy a ir a visitar a Fredi. Me pongo el vestido más fresco que tengo, es uno blanco de una tela muy fina, con algunas flores lilas que me compré en una playa en Brasil hace cuatro años. 
En la calle el asfalto arde casi tanto como mi cerebro.
Llego a la casa de Fredi, me abre la puerta de su ph en Balvanera con la cara de dormido que delata una noche anterior devastadora. Atravesamos el pasillo largo en silencio,
entramos a su comedor, me pongo de espaldas al ventilador para que me seque la gota de transpiración que corre por mi columna vertebral. Me encanta su comedor, es fresco y tiene muchas plantas. Desde que se murió su papá, su madre se dedica a armarle a Fredi una especie de jardín botánico, dos veces por semana va riega las plantas, les lleva abono, les saca las hojas secas, les pone veneno para hormigas y todo lo que sea necesario para que las plantas tengan más vida que nadie. Las cuida casi tanto como cuidó a su marido durante los últimos meses de vida.
Fredi me prepara algo fresco para tomar, exprime limones con fuerza, me mira y sonríe, me dice que estoy cada día mas flaca. Abre el freezer, agarra la jarra, se sienta conmigo en la mesa, y mientras saca los cubitos de la cubetera y me sirve limonada me cuenta su noche de anoche, él me hace reír tan fuerte, que pienso que lo amo y que podríamos ser unos novios felices si no fuese porque yo, ya deje mi corazón en otro ph.

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